En un lugar de campos verdes y bosques frondosos, de pastos para fuertes hidalgos y cielos azules para pajaros intrépidos, había una abadia de piedra fría y corazón de madera. Hacía un tiempo que la habían convertido en una universidad, donde los jovenes ingleses y extranjeros de todo el mundo acudían a cultivar su mente. Allí, queriendo y sin querer, fueron a parar seis caballeros y dos damiselas, con una hada madrina.
El primer caballero era hablador y muy cariñoso, con la guitarra habilidoso y muy buen compañero.
El segundo caballero era tímido seductor, con una gran sentido del humor, apasionado admirador miraba el mundo con ilusión.
El tercer caballero era un Don Juan Tenorio encantador, simpatico conquistador, pesimo cantante, pero entusiasta de corazón.
El cuarto caballero era escucha y comprensión. Siempre ayundando, torpe bailando y como ángel escondido en el anonimato.
El quinto caballero era de la alta nobleza, de cartera generosa, educación exquisita, reflexivo y reservado.
El sexto caballero era el más joven de todos los visitantes. Con carita celestial, y picardia peculiar. Desde pequeño ya rompiendo corazones.
La primera princesa era alegre y cariñosa, de carcajada franca y conforme caracter.
Buena y dulce.
Dulce y buena.
La segunda dama era más guerrera que princesa. Inquieta fiera, dulce y salada, como el tiempo, como el agua.
Por ultimo la hada madrina, siempre atenta y mágica, solucionando todo problema. ¿Qué hubieran hecho los visitantes sin ella?
Allí, perdidos en una reino lejano, de hierba fresca, y construcciones antiguas, el tiempo perdió y los nueve ganaron.
Durante las mañanas acudían a clases donde perfeccionaban su lengua británica, y por las tardes se convertían en relampagos de un lado a otro haciendo todo tipo de actividades. Cuando anochecía acudían a la ladera, y se dejaban caer allí, para disfrutar de la puesta de sol que teñía el cielo de tonos rosas y violetas creando un paisaje espectacular.
Cuando las tres semanas pasaron todos prometieron volver a verse, y no sería tan difícil la promesa de cumplir. Hasta entonces, cada uno volvería a su vida, alguna de rosas y otra de dolor.
Fuera como fuera, esa era la vida real.
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