19:01. El crepúsculo de mi absurdo se cernía sobre la ciudad.
Hacía dos horas que había salido de casa, con prisas, como de costumbre. Vestía una blusa blanca, un falda ceñida con estampado étnico, unos leotardos negros y mis fieles zapatillas. Contra el frío helador de un invierno duro había escogido un enorme abrigo de piel que no podía ser de otra persona que de mi madre. Con el reloj pisándome los talones y una cita que me esperaba en el otro lado de la ciudad no me lo pensé dos veces antes de coger mi longboard y salir rodando hacía mi destino. Como era de esperar la falda no era lo suficientemente flexible para la carrera, y en alguna coordenada entre la salida y la meta se rompió. Afortunadamente el abrigo me cubría hasta los talones y no se veía que los leotardos eran ahora pantalones, mientras que mi falda colgaba como un delantal. Yo, con las prisas y esa mala costumbre de olvidarme la cabeza en casa, no me di cuenta del estropicio y así fue pasando la tarde.
Recorrí las calles de la ciudad con una amiga tan despistada como yo. Merendamos, paseamos, y finalmente fuimos a tomar algo a uno de los bares más frecuentados de la zona. Yendo hacía ahí, el sol , que raras veces aparece en la escena invernal, nos abrasaba. Tenía tanto calor que me quité el abrigo. Es de imaginar que las vistas traseras eran cómicas. Seguía sin darme cuenta, mi amiga iba delante y tampoco lo vio, así que seguimos nuestro camino. Fue en el momento en el que llegué al bar y me apresuré a pedir a la barra cuando mi amiga se dio cuenta del gran descosido que lucía mi falda. A pensar se sujetaba a mi cintura por dos débiles hilos que no tardarían en romperse también.
El crepúsculo de mi absurdo se cernió sobre la ciudad. 19:02.
La vergüenza se adueño de mi cara. No me cabía más rojo en las mejillas y mi único deseo era el de salir corriendo de aquel bar. Me puse el abrigo rápidamente y nos marchamos antes de que alguien recordara mi cara.
Ahora que recapitulo en la distancia es sólo una anécdota más de todas las veces en las que por no meter una pata me meto entera en el desastre. Aún recuerdo la sensación que me invadió el pecho en aquel momento. El pudor seguramente quería denunciar a la falda, o romper con ella el contrato laboral. La dignidad estaba bastante confusa y perdida en alguna parte. Y yo pensando que ese sería mi mayor ridículo en muchos años...
A día de hoy me pregunto a mi misma si esa sensación de vergüenza me la ha impuesto la sociedad con sus cánones y conceptos. ¿Acaso es el pudor algo con lo que nacemos o me lo han inculcado los demás? Cierto es que el ser humano tiende a preservar su intimidad, pero ¿por qué física si es ahí donde menos diferencias se encuentran? A veces sentimos vergüenza, frustración o inseguridad por ideas que la sociedad nos trasmite; y es normal que nosotros nos veamos influenciados por ellas. Sin embargo, tal vez, si fuéramos capaces de mirar las situaciones y los hechos con perspectiva nos afectarían menos incidentes tan absurdos como el mío.
Si algo hay que aprender para vivir felizmente es a dar importancia a las cosas que realmente se lo merecen y saber llevar los malos momentos con humor. No de todo se debe hacer un drama, al final y al cabo son estas las historias que al tejerse unas con otras formulan la nuestra.
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