dos almas salvajes encerradas en cascaras de nuez,
calles cortas bordeadas por montañas norteñas
y un cielo gris.
Un duelo de banderas en los balcones,
manifestaciones rojas,
universitarios de mocasines
y jarras de cerveza en terrazas heladas.
Es una ciudad de historias,
de religión y revuelta,
de tormentas sin primavera,
y hojas secas sin otoño.
Pero hay poesía escondida en las calles de lo viejo,
en la estafeta y sus casas de colores al aire.
Huele a vino, cerveza, pinchos y polvo.
Sus calles son laberintos
He besado sus aceras;
he caído sobre la piedra fría,
arrancado hierba del parque Yamaguchi;
me he perdido por los recovecos de la Ciudadela
y visitado los ciervos de la Taconera.
He comido,
bebido
y caminado Pamplona,
porque es mi ciudad;
la ciudad que me dio a luz,
lo bonitas que se ven las estrellas a las afueras,
que hay algunos bancos que tienen el nombre de aquel borracho que siempre bebe ahí,
hay mesas donde cada sábado se reúnen los mismos de siempre a ver pasar el invierno,
casinos que siempre jugaran sus fichas,
bares que cierran con la última copa;
copa que nunca llega;
que se pierde entre la noche;
los amigos,
los besos imposibles,
y ese baile torpe al ritmo del alcohol.
aunque sea cárcel
y yo su presa.
La quiero,
a contralatido,
aunque haga más difícil el olvido,
Y le guste jugar a encontronazos.
Es preciosa,
verde,
gris,
de piedra
y ladrillo.
Por ello, todos los caminos llevan a Pamplona,
alguien debió de equivocarse al afirmar que llegaban a Roma.
Este es el epicentro del mundo,
Mi mundo,
Pamplona.
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