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jueves, 28 de agosto de 2014

Erase una vez un cartera

Érase una vez un hombre propenso a accidentes en expediciones de corto plazo.

Érase que no era un hombre de albedrío acertado, neuronas repletas y porte elegante.

Érase un hombre de caminares extraños, que un día entre otros salió de su casa, como era costumbre, a comprar el periódico.

Érase el trayecto al kiosco tan corto que en su paseo sin gracia hacia él,  tropezó y se le cayó la cartera. Tan despistado era su bigote que no se percató de la trágica perdida y la dejó atrás, llena de billetes morados.

Érase una señora grande, de belleza escasa y peso sobrante la que halló la cartera en la acera.

Érase difícil de atrapar, que fue una tortura para ella agacharse hasta el suelo y cogerla. Cuando la cartera se encontró entre sus dedos, si eran dedos aquello, sorprendió a la inelástica expeditora.  Nunca antes había visto tanto dinero junto.

Érase que no era una mujer avariciosa y envenenada de codicia, que encontró el nombre del absurdo bigotudo y su corazón de gominola quiso devolver la cartera.

Érase el destino gran maestro ese día que quiso enseñar al hombre a vigilar sus bolsillos, y la mujer, por mucho que rodó en su búsqueda, no lo encontró.

Érase una vez un periódico que no encontró dueño en aquel kiosco, porque su destinatario había perdido la cabeza y olvidado la cartera,  o tal vez al revés.

Érase que por aquel entonces el quiosquero estaba casado con aquella mujer de adjetivos grandes.
Érase que el matrimonio habló lo ocurrido y no volvió a ocurrir. Devolvieron la cartera al hombre propenso a accidentes en trayectos cortos, y desde ese día compró el periódico mucho más lejos.

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