Érase una vez un hombre propenso a accidentes en expediciones de corto plazo.
Érase que no era un hombre de albedrío acertado, neuronas repletas y porte elegante.
Érase un hombre de caminares extraños, que un día entre otros salió de su casa, como era costumbre, a comprar el periódico.
Érase el trayecto al kiosco tan corto que en su paseo sin gracia hacia él, tropezó y se le cayó la cartera. Tan despistado era su bigote que no se percató de la trágica perdida y la dejó atrás, llena de billetes morados.
Érase una señora grande, de belleza escasa y peso sobrante la que halló la cartera en la acera.
Érase difícil de atrapar, que fue una tortura para ella agacharse hasta el suelo y cogerla. Cuando la cartera se encontró entre sus dedos, si eran dedos aquello, sorprendió a la inelástica expeditora. Nunca antes había visto tanto dinero junto.
Érase que no era una mujer avariciosa y envenenada de codicia, que encontró el nombre del absurdo bigotudo y su corazón de gominola quiso devolver la cartera.
Érase el destino gran maestro ese día que quiso enseñar al hombre a vigilar sus bolsillos, y la mujer, por mucho que rodó en su búsqueda, no lo encontró.
Érase una vez un periódico que no encontró dueño en aquel kiosco, porque su destinatario había perdido la cabeza y olvidado la cartera, o tal vez al revés.
Érase que por aquel entonces el quiosquero estaba casado con aquella mujer de adjetivos grandes.
Érase que el matrimonio habló lo ocurrido y no volvió a ocurrir. Devolvieron la cartera al hombre propenso a accidentes en trayectos cortos, y desde ese día compró el periódico mucho más lejos.
Érase que no era un hombre de albedrío acertado, neuronas repletas y porte elegante.
Érase un hombre de caminares extraños, que un día entre otros salió de su casa, como era costumbre, a comprar el periódico.
Érase el trayecto al kiosco tan corto que en su paseo sin gracia hacia él, tropezó y se le cayó la cartera. Tan despistado era su bigote que no se percató de la trágica perdida y la dejó atrás, llena de billetes morados.
Érase una señora grande, de belleza escasa y peso sobrante la que halló la cartera en la acera.
Érase difícil de atrapar, que fue una tortura para ella agacharse hasta el suelo y cogerla. Cuando la cartera se encontró entre sus dedos, si eran dedos aquello, sorprendió a la inelástica expeditora. Nunca antes había visto tanto dinero junto.
Érase que no era una mujer avariciosa y envenenada de codicia, que encontró el nombre del absurdo bigotudo y su corazón de gominola quiso devolver la cartera.
Érase el destino gran maestro ese día que quiso enseñar al hombre a vigilar sus bolsillos, y la mujer, por mucho que rodó en su búsqueda, no lo encontró.
Érase una vez un periódico que no encontró dueño en aquel kiosco, porque su destinatario había perdido la cabeza y olvidado la cartera, o tal vez al revés.
Érase que por aquel entonces el quiosquero estaba casado con aquella mujer de adjetivos grandes.
Érase que el matrimonio habló lo ocurrido y no volvió a ocurrir. Devolvieron la cartera al hombre propenso a accidentes en trayectos cortos, y desde ese día compró el periódico mucho más lejos.