Se cuela entre mis dientes el humo de ese primer cigarro, o puede que sea el primero de un segundo o el tercero, el primero de alguno más, u otro cualquiera. ¿Importa? De algo vamos a morir, y ya da igual cuando sea. Así que me coloco el mortal veneno entre los dientes y dejo que me llene la boca de amargura insaciable. Antes sabía a cartón y polvo. Ahora, sabe a ti. Por ello dejo que el humo me envuelva en un abrazo asfixiante que lejos de gustar complace con su recuerdo. Parece que tu boca me invada, me descubra y me muerda lento. Eres una parte de este cigarro que tropieza con mis dedos y me besa los labios. Dejo que me consumas, y tú te consumes. Por unos instantes vuelves a mi en cada calada y alivias este vacío tan profundo que solo las partículas del humo pueden alcanzar. Estas tan lejos de mi, que ya no puedo tocarte, y tu recuerdo es lo más palpable que encuentro en este mundo de fraudes y batallas. Es curioso, como antes odiaba este olor, este sabor, esta manía, y ahora la sorbo a poquitos cuando no estas y las lagrimas de papel no bastan para curar esta herida. El cigarro es un puente al pasado. La esencia perdida y encontrada en nicotina.
Calada tras calada, cigarro tras cigarro, me embriaga tu recuerdo y muero lento, porque como he dicho antes, de algo hay que morir, y aún estoy a tiempo de elegir mi forma.
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