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martes, 8 de septiembre de 2015

La resignación lleva corbata, y tus ojos.


Hoy,
un día de otros muchos,
nos han hablado en clase Fundamentos de Filosofía sobre la resignación.
Esa capacidad por la que el ser humano se doblega ante una vida sin esperanza.

Olvidamos
que es necesario admirarse cada día,
que la belleza se encuentra hasta en el dolor,
y que las cosas más simples
a veces esconden los mayores misterios.

La memoria es selectiva,
 y afortunadamente,
o por desgracia,
terriblemente pasional.

Nos encanta el drama,
tanto que nos enamoramos de su tragedia.
Así pues, el niño,
siempre feliz,
carga a su espalda las complicaciones
que implica el crecer,
                           y poco a poco,
                                               día a día,
                                                          paso a paso,
                                                     pierde la ilusión.

Y es que el tiempo desgasta,
 y hay quien tiene las rodillas reventadas de tanto caerse.

Esto me recuerda Nietzsche,
y sus tres transformaciones del ser.
Camello, león y niño.
Hay que ser más niño.
Más
simplemente
FELIZ.

Pero la felicidad no entiende de ciencia,
recetas ni dietas,
Kilos de más,
o faldas de menos.
Sin embargo,
es nuestra mayor tarea,
ya que nos lleva toda una vida.

No estoy segura,
de si es la ausencia de felicidad,
o que no sabemos apreciar el mundo,
lo que nos roba el brillo en los ojos.
Pero nos resignamos.

Resignación
nos peina las pestañas
cuando los años
nos comen las ganas.

Estamos cansados,
de nosotros,
del porque sí,
los besos vacíos,
los platos de siempre,
y barrer corazones rotos.

Rendidos,
ante el tedio,
y con una palabra
de protesta en la boca.

Hay que aprender a mirar,
a admirarse,
y dejarse fluir;
somos agua.

Agua.

Y polvo de estrellas.

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