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miércoles, 27 de agosto de 2014

Se fue la infancia con sus fantasías, y quedé en ruinas.

Hubo un tiempo en el que soñaba con dragones de cristal en mundos de Júpiter, y yo cabalgaba delfines por mares de deseos en busca de tesoros escondidos. Hubo un tiempo en que soñar no era un pecado, y la única realidad era aquella que yo creía cierta. Yo era princesa, hada, sirena, un unicornio y cuento imaginaba ser. Un abanico de posibilidades en una imaginación sin límites. Pero un día me arrancaron de mi mundo rosa, se destiñeron los colores en mi vida, y señores de corbata y chaqueta llegaron sombríos, pintando paredes y rejas a mi alrededor. Todo se volvió blanco y negro, o amargamente gris. El cielo calló al infierno, y las cenizas formaron nubes negruzcas sobre mi cabeza. El reloj comenzó a atosigarme con su tic-tac, y el tiempo envejeció mi piel. Surcó arrugas, tatuó cicatrices y perdió la luz mi mirada. Todo cambió de un golpe. Me hice mayor, y ya no podía viajar lejos de tierra. Los planetas comenzaron a observarse por telescopios, los mares se surcaban en barcos, los tesoros solo pertenecían a películas, los dragones eran cuentos de niños, el cristal cortaba, y yo ya no podía ser aquello que quisiera, sino aquello que me permitieran ser. La libertad quedo encarcelada en celdas, y mi imaginación fue aplastada por la masa. Me redujeron a uno más, otro entre otros. Ya no soy nadie. Nadie soy yo.

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