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lunes, 5 de octubre de 2015

Pamplona, mi ciudad amurallada.



Pamplona es dos estaciones amuralladas,
dos almas salvajes encerradas en cascaras de nuez,
calles cortas bordeadas por montañas norteñas
y un cielo gris.
Un duelo de banderas en los balcones,
manifestaciones rojas,
universitarios de mocasines 
y jarras de cerveza en terrazas heladas.

Es una ciudad de historias,
de religión y revuelta, 
de tormentas sin primavera,
y hojas secas sin otoño.
Pero hay poesía escondida en las calles de lo viejo,
en la estafeta y sus casas de colores al aire.
Huele a vino, cerveza, pinchos y polvo.  
Sus calles son laberintos
y ahí, en sus encrucijadas 
una rúa que reta:
 "Sal si puedes".

He besado sus aceras;
he caído sobre la piedra fría,
arrancado hierba del parque Yamaguchi;
me he perdido por los recovecos de la Ciudadela
 y visitado los ciervos de la Taconera.
He comido, 
bebido 
y caminado Pamplona, 
porque es mi ciudad; 
la ciudad  que me dio a luz,
que me enseñó la amplia escala de grises que visten las nubes,
lo bonitas que se ven las estrellas a las afueras,
que hay algunos bancos que tienen el nombre de aquel borracho que siempre bebe ahí,
hay mesas donde cada sábado se reúnen los mismos de siempre a ver pasar el invierno,
casinos que siempre jugaran sus fichas,
bares que cierran con la última copa;
copa que nunca llega;
que se pierde entre la noche;
los amigos, 
los besos imposibles,
y ese baile torpe al ritmo del alcohol.

Quiero esta ciudad, 
aunque sea cárcel 
y yo su presa.
La quiero,
a contralatido,
aunque haga más difícil el olvido,
Y le guste jugar a encontronazos.

Es preciosa, 
verde,
gris, 
de piedra 
y ladrillo. 
Por ello, todos los caminos llevan a Pamplona, 
alguien debió de equivocarse al afirmar que llegaban a Roma.
Este es el epicentro del mundo,
Mi mundo,
Pamplona.

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